Sobre
todo después de comer, en el continuo sonoro de los gritos de los personajes de
las series de dibujos animados.
Son
sencillamente seres chillones que se gritan unos a otros en medio de una acción
desaforada, destructiva y despersonalizadora. Me da igual: son gatos cósmicos
cabezones, futbolistas de pacotilla con gafas de soldador y capa, pulpos y
espongiformes acomplejados y tontones, niñatos maleducados y tiránicos … Es tal
la galería de muñecos animados que a ritmo frenético de mamporro, traición y
venganza perpetran historias que no se recordarían ni recogidas en una agenda y
que sirven de cortinilla entre series interminables de anuncios de dulces,
juguetes absurdos y viajes de vacaciones más propios para padres descerebrados
que de destinos a considerar por su precio y posibilidades para el disfrute de toda
la familia y no solo de los críos.
La tiranía del dibujo
animado actual rebasa lo tolerablemente estético (bordeando lo grotesco tanto
en las imágenes como en sus contenidos), sino que no posee valor educativo
alguno con continuas alusiones al individualismo, a la revancha y a una
clamorosa ausencia de valores paliada al final de cada episodio con un final
feliz tontón y con una moralina estúpida y a destiempo. Desatados los
personajes en una trama competitiva de destrucción del otro, de negación del
diálogo y una defensa a ultranza del cada uno a lo suyo, al final, todos
terminan con risitas absurdas de pelillos a la mar sobre un auténtico campo de
batalla donde se han hecho todas las malas faenas posibles.
En un mismo episodio nos
encontramos una traición taimada y cruel, o un desacato miserable a los padres
con un final apresurado del episodio donde nadie ha asumido responsabilidad
alguna ni se ha repuesto el daño hecho, todos sonrientes a la espera de un
capítulo previsiblemente clónico.
Entre serie y serie de
dibujos animados está situado el principal objetivo de la cadena televisiva y
de su grupo mediático: colocar
publicidad para que se vea, y especialmente para que se oiga. La subida del
volumen acústico de la publicidad es vergonzoso e intencionado, instintivamente
la gente que andaba en los alrededores del televisor fijan su mirada en el
altavoz del verdadero negocio del dibujo animado: vender publicidad a los
súbditos del señor del mando a distancia, del niño. Previamente pactado, la
atención del chico estará en la pantalla
porque el resto de las opciones caseras no reúne las condiciones necesarias
para fijar su interés. Sus padres y adultos cercanos depositan en el
electrodoméstico la tarea de tutoría del menor, proporcionando a éste el cetro
imperial que cambiará inexorablemente de canal cuando no satisfaga su incesante
necesidad de acción continuada y griterío sin reposo.
Una de las siete plagas pasa
a ser en la actualidad el que se agoten las pilas del mando a distancia, de ese
cetro diabólico que con sus designios certifica el olvido instantáneo de cualquier
otra opción que no pase por el inmediato saciado del apetito de estímulos que
ofrece el colorido, las explosiones, los golpes y unos diálogos insultantes y
carentes de originalidad y frescura. El niño los irá absorbiendo sin filtro ni
reparo alguno, estoicamente hasta la llegada escandalosa de la publicidad más
que engañosa. Juguetes que juegan solos, aparatos que transportan al niño a
paraísos donde solo hay niños, hamburguesas golosina como aperitivo
hipercalórico que acompaña a un juguete de risa por su simpleza y falta de
atractivo, que sale muy caro y que mantiene la atención del menor mientras
desenvuelve la hamburguesa de su envase. Todo esto aderezado con música
pegadiza de discoteca de verano, de cabecera de telefilm o de grupo papanatas
de canción estival lista para consumir con patatas fritas y kétchup.
El panorama de esta
televisión ramplona se extiende al mundo adulto, por ejemplo a los telediarios,
que en su día fueron los santuarios de la concisión y que más o menos
manipulada su información permitían en media hora estar enterado de
prácticamente de todo lo que pasaba en España y en el resto del mundo
razonablemente de interés para los españoles. En estos momentos media hora es
lo que dura el tiempo del telediario. Tiene información meteorológica de un
interés tan alto como el de las temperaturas que han hecho en esa misma mañana
y la previsión de lluvias en el este de Italia para el día siguiente. Contiene
publicidad y sus consejos son ya imprescindibles para cualquier telespectador. Se
atreven a predecir olas de calor y temporales de viento a una semana vista,
ante la desesperación de hosteleros y turistas. Vea un telediario y el ramalazo
infantilón de personajes exagerados se extiende a reportajes estúpidos de
compras de primeras damas, subastas absurdas y como noticias de cabecera el
inicio en la cadena de la emisión de una nueva serie o del último capítulo de
otra, o de un desfile de modas protagonizado por un travestido patético o de
una anoréxica de libro.
Esta televisión de España ni
es educativa, ni entretenida ni barata y además de preventiva: nada de nada.
Sabemos que las televisiones privadas son negocios que buscan la máxima
realización de beneficios, pero esto no resta un ápice de razón a las personas
que les gustaría algo más y que los formatos actuales se adapten no solo a los
nuevos gustos y necesidades, sino también a las numerosas oportunidades que
tienen estos medios para educar y entretener, especialmente a los niños.
Juan José Márquez Murillo
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