lunes, 11 de marzo de 2013

PUBLICIDAD/PREVENCIÓN/TELEVISIÓN



En ocasiones veo anuncios.
Sobre todo después de comer, en el continuo sonoro de los gritos de los personajes de las series de dibujos animados.
Son sencillamente seres chillones que se gritan unos a otros en medio de una acción desaforada, destructiva y despersonalizadora. Me da igual: son gatos cósmicos cabezones, futbolistas de pacotilla con gafas de soldador y capa, pulpos y espongiformes acomplejados y tontones, niñatos maleducados y tiránicos … Es tal la galería de muñecos animados que a ritmo frenético de mamporro, traición y venganza perpetran historias que no se recordarían ni recogidas en una agenda y que sirven de cortinilla entre series interminables de anuncios de dulces, juguetes absurdos y viajes de vacaciones más propios para padres descerebrados que de destinos a considerar por su precio y posibilidades para el disfrute de toda la familia y no solo de los críos.
La tiranía del dibujo animado actual rebasa lo tolerablemente estético (bordeando lo grotesco tanto en las imágenes como en sus contenidos), sino que no posee valor educativo alguno con continuas alusiones al individualismo, a la revancha y a una clamorosa ausencia de valores paliada al final de cada episodio con un final feliz tontón y con una moralina estúpida y a destiempo. Desatados los personajes en una trama competitiva de destrucción del otro, de negación del diálogo y una defensa a ultranza del cada uno a lo suyo, al final, todos terminan con risitas absurdas de pelillos a la mar sobre un auténtico campo de batalla donde se han hecho todas las malas faenas posibles.
En un mismo episodio nos encontramos una traición taimada y cruel, o un desacato miserable a los padres con un final apresurado del episodio donde nadie ha asumido responsabilidad alguna ni se ha repuesto el daño hecho, todos sonrientes a la espera de un capítulo previsiblemente clónico.
Entre serie y serie de dibujos animados está situado el principal objetivo de la cadena televisiva y de su grupo mediático: colocar publicidad para que se vea, y especialmente para que se oiga. La subida del volumen acústico de la publicidad es vergonzoso e intencionado, instintivamente la gente que andaba en los alrededores del televisor fijan su mirada en el altavoz del verdadero negocio del dibujo animado: vender publicidad a los súbditos del señor del mando a distancia, del niño. Previamente pactado, la atención del chico estará en la  pantalla porque el resto de las opciones caseras no reúne las condiciones necesarias para fijar su interés. Sus padres y adultos cercanos depositan en el electrodoméstico la tarea de tutoría del menor, proporcionando a éste el cetro imperial que cambiará inexorablemente de canal cuando no satisfaga su incesante necesidad de acción continuada y griterío sin reposo.

Una de las siete plagas pasa a ser en la actualidad el que se agoten las pilas del mando a distancia, de ese cetro diabólico que con sus designios certifica el olvido instantáneo de cualquier otra opción que no pase por el inmediato saciado del apetito de estímulos que ofrece el colorido, las explosiones, los golpes y unos diálogos insultantes y carentes de originalidad y frescura. El niño los irá absorbiendo sin filtro ni reparo alguno, estoicamente hasta la llegada escandalosa de la publicidad más que engañosa. Juguetes que juegan solos, aparatos que transportan al niño a paraísos donde solo hay niños, hamburguesas golosina como aperitivo hipercalórico que acompaña a un juguete de risa por su simpleza y falta de atractivo, que sale muy caro y que mantiene la atención del menor mientras desenvuelve la hamburguesa de su envase. Todo esto aderezado con música pegadiza de discoteca de verano, de cabecera de telefilm o de grupo papanatas de canción estival lista para consumir con patatas fritas y kétchup.
El panorama de esta televisión ramplona se extiende al mundo adulto, por ejemplo a los telediarios, que en su día fueron los santuarios de la concisión y que más o menos manipulada su información permitían en media hora estar enterado de prácticamente de todo lo que pasaba en España y en el resto del mundo razonablemente de interés para los españoles. En estos momentos media hora es lo que dura el tiempo del telediario. Tiene información meteorológica de un interés tan alto como el de las temperaturas que han hecho en esa misma mañana y la previsión de lluvias en el este de Italia para el día siguiente. Contiene publicidad y sus consejos son ya imprescindibles para cualquier telespectador. Se atreven a predecir olas de calor y temporales de viento a una semana vista, ante la desesperación de hosteleros y turistas. Vea un telediario y el ramalazo infantilón de personajes exagerados se extiende a reportajes estúpidos de compras de primeras damas, subastas absurdas y como noticias de cabecera el inicio en la cadena de la emisión de una nueva serie o del último capítulo de otra, o de un desfile de modas protagonizado por un travestido patético o de una anoréxica de libro.
Esta televisión de España ni es educativa, ni entretenida ni barata y además de preventiva: nada de nada. Sabemos que las televisiones privadas son negocios que buscan la máxima realización de beneficios, pero esto no resta un ápice de razón a las personas que les gustaría algo más y que los formatos actuales se adapten no solo a los nuevos gustos y necesidades, sino también a las numerosas oportunidades que tienen estos medios para educar y entretener, especialmente a los niños.

Juan José Márquez Murillo

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